17 abril, 2011

Abril (2)

Despertar al lado de alguien que te hace cariño y te regalonea es impagable, una piensa que la vida debiera ser eso, siempre. Cómo, por qué el azar se volcó a mi favor y no desperté en forma de espíritu trozada en una fosa común, gracias. Me pareció todo tan perfecto en la luz de la mañana que sólo podía haber salido de ahí siendo la polola de Leo. Ah, de veras que soy tu polola, le decía camino a su casa. Donde habíamos pasado la noche resultó ser una “oficina”, reí y desconfié pero todo iba tan bien con nosotros caminando de la manito que aplaqué toda mi curiosidad de querer saber el origen de ese lugar.
Me gustó el olor de la casa de Leo, el recibimiento de su mamá en pantuflas, la vista desde un tercer piso hacia una calle que nunca pensé verla sin caminarla. Quise ayudarle a preparar el desayuno pero me sentí patuda metida en la cocina, preferí sentir el olor a pan tostado desde el sillón del living y hurguetear unos libros que estaban en la mesita de centro. Tengo un libro que creo te podría gustar, o algo así dijo Leo. Y me encantó. Es que entre mis manos puso “Love is a dog from hell” de Bukowsky. Me mató, y en inglés más encima. Estuvimos un buen rato hojeándolo, yo le hablaba de lo sacrílegas que pueden llegar a ser las traducciones.
Desayunamos. Regaloneamos harto rato en el sillón. Yo, practicamente depositada en él y por la chucha que me sentía bien, tranquila, relajada, en ese estado de tener sueño pero quedarnos placenteramente despiertos. Cuando ya me tenía que ir a la U le pedí que me acompañara, qué sorpresa para mí esa falta de negativas. Fui al baño a lavarme los dientes y al volver me quedé un par de segundos en el umbral de la puerta de una de las piezas, casi al fondo Leo hablándole a su abuelo, no sé qué le decía pero modulaba. Leo me vió mirarle y como que algo me pasó: una ternura enorme mezclada con un “uy, me gusta”.
El abuelo de Leo nunca me vió entrar, después de saludarme amoroso me preguntó cómo había llegado y abierto la puerta, me dio tanta risa que no le respondí. Suerte que Leo me auxilió y le contó que habíamos llegado juntos...
Juntos,” juntos” suena bonito, juntos pasamos ese día entero: echados en el pasto escuchando algo de una tocata, paseando, hasta a un taller literario fuimos. Uno que se dictaba en un bar cerca de parque Bustamante donde nos increparon con esas preguntas de por qué y para quién escribes, una paja, me da vergüenza incluso recordar lo que respondí para salir del paso. Luego el bar se transformó en lecturas poéticas que ni pesqué o quizá sí, pero mejor me dediqué a mirar la mesa que Leo indicaba como el jet set de la literatura chilena de quienes no retuve ni un solo nombre, ni siquiera el de la niña de cabello corto que me pareció tan bella. Y vaya que se lo tomaban en serio eso de embriagarse, hablaban re poco entre ellos, parecían íconos en decadencia, eran de cera y se derretían en sus sillas.
Volvimos de madrugada a la “oficina”, nos apretamos contra los estantes de libros y acabamos otra vez en el colchón del sillón cama. En la mañana Leo se encargó de borrar todo rastro de que estuvimos allí, tampoco pregunté nada, mi entrega es total siempre, toda esa magia dura tan poco y yo ya tenía que volver a la casa para que padres me vieran viva. Leo me fue a dejar a la micro pero caminamos harto antes de tener que despedirnos. Me preocupó que le sangrara la nariz, me preocupó además que ese azar lleno de sentido se desplomara de pronto, despedirme de él fue vuelta a caer en la incertidumbre…
Es que hay felicidades compartidas que deberían durar más tiempo, no es justo que la realidad te toque de esa forma para después empujarte fuera de escena y nuevamente verlo todo desde la perspectiva del espectador. Le di un montón de besitos chiquititos antes de subirme a la micro, amontoné hartos en su boca por los que no le daría los próximos días.

No hay comentarios: